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Un padre profundamente angustiado estuvo sentado durante dos semanas en una UCI pediátrica, viendo como su hijo de tres años moría lentamente. Durante esas dos semanas leyó, curiosamente, un libro sobre el Evangelio. Más tarde, me escribió: “Quería decirte que el Evangelio es ciertamente para la vida real”. | Un padre profundamente angustiado estuvo sentado durante dos semanas en una UCI pediátrica, viendo como su hijo de tres años moría lentamente. Durante esas dos semanas leyó, curiosamente, un libro sobre el Evangelio. Más tarde, me escribió: “Quería decirte que el Evangelio es ciertamente para la vida real”. |
Revision as of 14:21, 20 October 2008
Un padre profundamente angustiado estuvo sentado durante dos semanas en una UCI pediátrica, viendo como su hijo de tres años moría lentamente. Durante esas dos semanas leyó, curiosamente, un libro sobre el Evangelio. Más tarde, me escribió: “Quería decirte que el Evangelio es ciertamente para la vida real”.
Me quedé perplejo con su afirmación. ¿Cómo pudo un libro sobre el Evangelio ayudar a este padre en esos momentos de profunda tragedia? Hubiera considerado que un libro acerca de confiar en Dios en los momentos de adversidad le hubiera sido de mayor ayuda. Pero, ¿un libro sobre el Evangelio? ¿Cómo puede ayudar en un momento así? Estuve considerando esta pregunta durante varias semanas. Finalmente, un día, mientras preparaba un mensaje acerca del amor de Dios, le respuesta vino a mí. En el Evangelio, este padre vio el amor de Dios.
El apóstol Juan escribió: “En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros: en que Dios ha enviado a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados”. (Juan 1, 4:9-10)
A menudo digo, “Si quieres ver el amor de Dios, mira primero la Cruz”, porque esa es la muestra más preeminente de Su amor. Fue a la cruz a donde Dios envió a Su único Hijo para ser la propiciación de nuestros pecados. Propiciación, a pesar de ser una buena palabra en la Biblia, apenas es comprendida por los Cristianos de hoy en día. Quizá la mejor manera de entenderla es pensar que es el acto de Jesús soportando en la Cruz el peso completo de la justa y santa ira de Dios, que nosotros deberíamos haber soportado.
Todos merecemos la ira de Dios por nuestro pecado – no sólo el pecado de nuestros días como no-creyentes sino también el pecado que cometemos cada día como creyentes. Pero si hubiéramos confiado en Cristo, nunca hubiéramos experimentado ni una gota de la copa de la ira de Dios. Jesús bebió de la copa en nuestro lugar, como nuestro sustituto. Y Juan nos dice que Dios, en Su amor, envío a Jesús para que lo hiciera por nosotros.
Hay principalmente dos ocasiones en las que los Cristianos comprometidos tienden a dudar del amor de Dios. La más común es cuando, por algún motivo, somos completamente conscientes de que estamos pecando. Puede tratarse de algún modelo de pecado constante en nuestras vidas o quizá, el conjunto de todos los pecados de nuestra existencia. En momentos así solemos pensar, “¿Cómo es posible que Dios ame a alguien tan pecador como yo?
En cualquier caso, debemos volver otra vez la mirada hacia la Cruz y mirar a Jesús cargando con esos mismos pecados que nos hacen sentir tan culpables. Y después, hemos de recordar que “Al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él” (2 Cor. 5:21). Dios cogió nuestro pecado – incluso aquel que provoca un malestar inmediato – e hizo que Cristo cargara con ello, y Él en su justicia perfecta nos dio el crédito a nosotros. Dios hizo esto no porque fuéramos dignos de ser amados, sino por su incondicional autogenerado amor. Como Juan decía en el texto anterior, es “no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó a nosotros”.
La segunda ocasión más común que nos tienta a dudar del amor de Dios, se da en momentos de adversidad. Podemos pensar: “Si Dios me amara de verdad, Él no dejaría que esto me ocurriera”. En esos momentos de duda debemos mirar de nuevo hacia la Cruz y ver a Dios entregando a Su Hijo para morir en nuestro lugar (Rom. 8:32). Después de todo, fue en ese contexto en el que Pablo preguntó, “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” Y unas pocas frases después, responde su propia pregunta con la contundente afirmación de que “ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro”. (Rom. 8:35-39).
El gran Puritano John Owen escribió una vez, “La pena más grande y la mayor carga que puedes darle al Padre, la mayor muestra de ingratitud es no creer que Él te quiere”. Hubiéramos esperado quizá que Owen dijera que la pena más grande que puedes darle al Padre es cometer algún pecado desmesurado que deshonre Su nombre. Ciertamente, el pecado entristece a Dios, pero Owen nos dice que dudar de Su amor, lo entristece todavía más.
Por eso, cuando estés tentado de cuestionar el amor de Dios bien por tu pecado o por tus circunstancias difíciles, mira hacia la Cruz, y recuerda que en la Cruz demostró Dios su amor hacia ti, más allá de cualquier duda. Es más, no esperes a que lleguen esos momentos difíciles. Vuelve la mirada hacia la Cruz cada día para fortalecerte contra esos momentos de duda y desaliento.
Sin embargo, por gloriosa que sea la verdad del amor de Dios hacia nosotros, Juan no nos dice que disfrutemos de ese amor de manera exclusiva. Por el contrario, dice muy claramente: “Amados, si Dios así nos amó, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Juan 4:11). La implicación de esto no es, únicamente que debemos amarnos los unos a los otros porque Dios nos amó, sino que debemos amar a los demás del mismo modo que Dios nos amó a nosotros. Es decir, que si Dios nos ama a pesar de nuestro pecado y cualidad intrínseca de no ser amados, nosotros debemos amar así a los demás — con todos sus defectos. Eso no significa que debamos ignorar el pecado en la vida de los demás, sino que significa que, cuando ese pecado esté dirigido a nosotros, sepamos perdonar como Dios nos perdonó en la figura de Cristo (Epf. 4:32)
Creo que la mayor demostración de nuestro amor hacia los demás es la predisposición a perdonarnos basándonos en el perdón que recibimos de Dios. La parábola de Jesús de los dos deudores (Mat. 18:21-35) es muy instructiva en este asunto. El primer sirviente le debía a su amo 10.000 talentos — el equivalente a 200.000 años de sueldo para un trabajador corriente — una suma imposible de devolver. El segundo sirviente le debía al primer sirviente 100 dinares — el equivalente a un tercio del sueldo de un año. En sí misma, no era una suma insignificante. La mayoría de nosotros no querríamos contraer una deuda equivalente a un tercio de nuestro salario anual, pero comparado con 200.000 años, un tercio de año es insignificante.
El mensaje de la parábola es que cada uno de nosotros es el primer sirviente. Nuestra deuda con Dios, como consecuencia de nuestro pecado, es enorme — una cantidad imposible de pagar. En contraste, la deuda por el pecado de otra persona hacia mí, aunque sea en sí misma significativa, no es nada comparada con mi deuda con Dios. Por ello, cuando alguien peca contra mí, sea de manera real, o sólo desde mi perspectiva, intento responder, “Pero Padre, yo soy el sirviente que debe 10.000 talentos”. Eso me ayuda a ver el pecado de la otra persona desde una perspectiva adecuada, y me permite perdonar de manera libre, como Dios me ha perdonado a mí.
Los lectores de Tabletalk están familiarizados hasta cierto punto con 1 Corintios 13 — el clásico pasaje sobre el amor. Pero, ¿alguna vez os habéis dado cuenta de cuantos de los términos descriptivos del amor en los versos 4-7 tienen que ver con el perdón o la compasión? El amor es, ante todo, paciente, y se expresa mediante la compasión y el perdón (ver Col. 3:12-13). No es irritable o resentido. Por eso, el amor soporta todas las cosas y resiste todas las cosas. Son maneras diferentes de expresar la misma idea — perdón y compasión. Y debemos perdonar como Dios nos perdonó a nosotros en Cristo.
Por supuesto, el amor es mucho más — ya sea el de Dios o el nuestro — que perdón. Dios ha prometido no abandonarnos nunca (Heb. 13:5), satisfacer nuestras necesidades (Fil. 4:19), y hacer que los acontecimientos repercutan en nuestro propio bien (rom. 8:28). Incluso ha dicho que la disciplina que Él nos impone de vez en cuando es un signo de Su amor, porque su finalidad es hacernos participar más y más en Su santidad (Heb. 12:5-11).
De manera similar, debemos amarnos los unos a los otros en el Cuerpo de Cristo con amor fraternal (Rom. 12:10). Esto significa que cuidemos los unos de los otros, nos animemos los unos a los otros, recemos los unos por los otros y, como es adecuado, nos ayudemos los unos a los otros materialmente (1 Juan 3:16-18).
Obviamente, nunca podremos amarnos los unos a los otros de la misma manera, o en la misma medida en la que Dios nos ama. Podemos perdonar, pero nunca podremos expiar los pecados de los demás. Y Dios es soberano en Su amor. Él tiene el poder de expresar Su amor hasta el máximo grado de Su propósito. Nosotros no podemos hacerlo. A menudo, nuestro deseo excede a nuestra habilidad de expresar nuestro amor de una manera tangible. Pero no debemos nunca perder de vista Su amor por nosotros, ya sea como base de nuestra relación con los demás o con Él. Juan dijo, “Nosotros amamos, porque El nos amó primero” (1 Juan 4:19). Fijaos que el objeto de ese amor no está definido. ¿Juan nos dice que amemos a Dios o los unos a los otros? El contexto sugiere que es los unos a los otros. Pero creo que es posible que el Espíritu Santo guiara a Juan a dejar el objeto de nuestro amor ambiguo porque los dos son verdad. Sólo podremos amar a Dios mientras gocemos de Su amor por nosotros. Y sólo podremos amarnos los unos a los otros mientras tengamos en cuenta el amor infinito de Dios hacia nosotros. Amados, amémonos los unos a los otros porque ese amor es hacia Dios.