All of Grace/Alas! I Can Do Nothing!/es
From Gospel Translations
Sentimiento de incapacidad
Después de haber aceptado la doctrina de la expiación y comprendido la gran verdad de que la salvación es por medio de la fe en el Señor Jesús, el corazón con frecuencia se inquieta por un sentimiento de incapacidad respecto a hacer el bien. Muchos suspiran diciendo: “¡Ay de mí!: nada puedo hacer.” Y no lo dicen como excusa, sino que lo sienten diariamente como carga pesada. Harían el bien si pudieran. Cada uno de ellos podría decir honestamente: “Tengo voluntad de hacerlo, pero no sé como.”
Esta experiencia más bien anula y deja sin efecto todo el evangelio, pues ¿para qué sirve el alimento al hambriento si está fuera de su alcance? ¿Para qué sirve el río de agua viva, si el sediento no puede beber? Nos acordamos aquí de la anécdota del médico y del hijo de la madre pobre. El doctor le dijo a la madre que su pequeño pronto mejoraría bajo un tratamiento adecuado. Pero era absolutamente necesario que tomara regularmente el mejor vino y que pasara una temporada en los baños termales de Alemania. ¡Receta para el hijo de una pobre madre que apenas tenía pan para llevar a la boca! De la misma manera, a veces no le parece al corazón atribulado que el sencillo evangelio: “Cree, y vivirás” sea tan sencillo porque pide al pobre pecador que haga lo que no puede hacer. Para el que verdaderamente ha despertado, pero es poco instruido, le parece que falta un eslabón. A lo lejos está la salvación por medio de Cristo, pero ¿cómo obtenerla? El alma se siente sin fuerzas, y no sabe qué hacer. Está cerca, a la vista de la ciudad de refugio, pero no puede entrar por sus puertas.
¿Ha tenido Dios en cuenta esta falta de fuerzas en el plan de la salvación? Ciertamente que sí. La obra del Señor es perfecta. Empieza donde estamos, y nada nos pide para perfeccionarla. Cuando el buen samaritano vio al viajero herido tendido medio muerto en el camino, no le pidió que se levantara, acercara, montara su asno y se dirigiera a la posada. No, no. Se le acercó, vendó sus heridas y lo puso sobre su cabalgadura y le llevó al mesón. Así nos trata Jesús en el miserable estado en que nos encontramos.
Hemos visto que Dios es el que justifica, que justifica al impío y que lo justifica por medio de la fe en la preciosa sangre de Jesús. Ahora veamos la condición en la cual se halla este impío cuando Jesús obra su salvación. Muchas personas que han despertado no sólo se afligen por su pecado, sino también por su debilidad moral. Carecen de fuerzas para escapar del lodo en que han caído y de guardarse del mismo en el porvenir. No sólo se lamentan por lo que han hecho, sino por lo que no pueden hacer. Se sienten sin fuerzas, sin recursos, sin vida espiritual. Parece extraño decir que se sienten muertas, y no obstante es así. En su propia estimación son incapaces de hacer ningún bien. No pueden andar por el camino al cielo porque tienen los huesos rotos. Se sienten sin fuerzas. Felizmente está escrito como elogio del amor de Dios para con nosotros:
“Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos”( Romanos 5:6).
Aquí vemos socorrida la insuficiencia consciente: socorrida por la intervención del Señor Jesús. Nuestra insuficiencia es extrema. No está escrito: “Cuando aun éramos comparativamente débiles, Cristo murió por nosotros” o “cuando sólo teníamos un poco de fuerza” sino que la afirmación es absoluta, sin limitación: “Cuando aun éramos débiles”. No teníamos nada de fuerza que pudiera ayudarnos en la obra de la salvación. Las palabras de nuestro Señor son totalmente ciertas: “Sin mí nada podéis hacer”. Podría ampliar el texto y recordarte del gran amor con que el Señor nos amó, “aun estando nosotros muertos en pecados”. Estar muerto es aún peor que estar sin fuerzas.
La realidad en que el pobre pecador sin fuerzas debe fijar su mente y retener firmemente como único fundamento de esperanza es la afirmación divina de que “Cristo... a su tiempo murió por los impíos”. Cree en esto y toda insuficiencia desaparecerá. La leyenda del rey Midas cuenta que transformaba todo en oro por su tacto. De la misma manera podemos afirmar con toda seguridad, respecto a la fe, que todo lo que toca se vuelve bueno. Nuestras faltas y debilidades se transforman en bendiciones, cuando la fe se ocupa de ellas.
“No tengo fuerza para concentrar mis pensamientos”
Fijémonos en ciertas formas de esta falta de fuerza. Para comenzar dirá alguien: “Me parece que no tengo fuerza para concentrar mis pensamientos en los temas serios relacionados con la salvación, aun una breve oración es casi demasiado para mí. Quizá se deba, en parte a mi debilidad física, en parte por haberme dañado por algún vicio, en parte también por las preocupaciones de esta vida, por lo que no puedo pensar los pensamientos elevados que se requieren para la salvación del alma.” Ésta es un forma de debilidad pecaminosa muy común. ¡Escúchame! En este sentido eres débil y hay muchos como tú. Muchos que son totalmente incapaces de dar forma a pensamientos consecutivos, por mucho que se esfuerzan. Muchas personas pobres de ambos sexos carecen de educación, por lo que les es muy difícil engolfarse en pensamientos profundos. Otras son por naturaleza tan superficiales que un proceso extenso de argumentaciones y razonamiento les sería tan imposible como volar por el aire. No llegarían a conocer ningún misterio profundo, aun cuando dedicaran toda su vida a tal empresa. Por tanto, tú no necesitas desesperar. Lo que se requiere para ser salvo no es un proceso de mucho pensar, sino confiar sencillamente en Jesús. Aférrate a esta realidad: “Cristo...a su tiempo murió por los impíos.” Esta verdad no requiere de tu parte un análisis profundo, ni un razonamiento lógico, ni argumento convincente. La verdad es ésta: “Cristo... a su tiempo murió por los impíos.” Fija tu mente en ella, y descansa en ella.
Deja que esta realidad grandiosa, gloriosa, de gracia, more en tu espíritu hasta que perfume todo tus pensamientos y te regocije el corazón. Aunque te sientas sin fuerzas, el Señor Jesús ha llegado a ser tu fuerza y tu canción, sí, ha llegado a ser tu salvación. Según las Escrituras, es un hecho divinamente revelado que, a su tiempo, Cristo murió por los impíos siendo ellos aun débiles. Tal vez hayas oído estas palabras centenares de veces, pero nunca has comprendido su significado. Tienen un sabor agradable ¿no es cierto? Jesús no murió por nuestra justicia sino por nuestros pecados. No vino a salvarnos, porque merecíamos ser salvos, sino porque éramos enteramente indignos, perdidos, inútiles. No vino al mundo por alguna buena razón que hubiera en nosotros, sino exclusivamente por las razones que hallaba en las profundidades de su amor divino. A su tiempo murió por los que él mismo describe no como piadosos sino como impíos, aplicándoles el atributo más nefasto que podía escoger. Aun cuando no te distingas por tu inteligencia, fija tu mente en esta verdad, al alcance del menos brillante, que puede alegrar al corazón más apesadumbrado. Deja que este texto entre en ti y sature todos tus pensamientos, y entonces poco importará que estos se dispersen como hojas llevadas por el viento de otoño. Personas que nunca se distinguieron en las ciencias, ni dieron prueba alguna de originalidad mental, han tenido toda la capacidad de aceptar la doctrina de la cruz y han sido salvas por ella. ¿Por qué no tú?
“No me puedo arrepentir lo suficiente”
Oigo a otro lamentarse: “Mi falta de fuerza consiste principalmente en no poder arrepentirme lo suficiente.” ¡Singular idea que algunos tienen de lo que es el arrepentimiento! Muchos se imaginan que deben derramar muchas lágrimas, exhalar muchos suspiros, sufrir mucha desesperación. ¿De dónde viene esta idea tan errónea? La incredulidad y la desesperación son pecados, y por lo tanto no veo como pueden constituir parte de un arrepentimiento aceptable. Sin embargo, hay personas que los consideran partes necesarias de la verdadera experiencia cristina. En esto se equivocan grandemente. No obstante, comprendo lo que quieren decir, porque en los días de mis propias tinieblas, solía sentir yo lo mismo. Deseaba arrepentirme pensando que no podía hacerlo, pero en todo ese tiempo me estaba ya arrepintiendo. Por extraño que parezca, me dolía no poder sentir. Solía irme a un rincón y llorar, porque no podía llorar, y sufría amargamente porque no podía sentir sufrimiento por mis pecados. ¡Cuánta confusión cuando en nuestro estado de incredulidad empezamos a juzgar nuestra propia condición espiritual! Somos como el ciego que se mira sus propios ojos. Se me deshacía el corazón de temor, porque creía que mi corazón era duro como una piedra. Mi corazón estaba quebrantado al pensar que no se quebrantaba. Ahora comprendo que entonces estaba yo dando muestras de poseer precisamente las cosas que creía no poseer; mas no sabía donde me hallaba.
¡Ojalá que pudiera ayudar a otros encontrar la luz que hoy disfruto! ¡Cuánto quisiera decir una palabra que abreviara el tiempo de confusión en que te encuentras! Quiero decir unas palabras francas, pidiendo al Consolador las aplique a tu corazón.
Acuérdate que el hombre verdaderamente arrepentido nunca está satisfecho con su propio arrepentimiento. Así como no podemos vivir una vida perfecta, no podemos tener un arrepentimiento perfecto. Por puras que sean nuestras lágrimas, siempre queda en ellas alguna suciedad, algo de qué arrepentirnos aún en nuestro mejor arrepentimiento. Pero escucha. Arrepentirse significa cambiar de idea acerca del pecado, acerca de Cristo y acerca de todas las grandes cosas de Dios. Esto implica el dolor, pero el punto principal es que el corazón le da la espalda al pecado y se acerca a Cristo. Si has dado este giro, esta vuelta, posees la esencia del arrepentimiento, aunque la ansiedad y la desesperación han echado sombras sobre tu mente.
Si no puedes arrepentirte como quisieras, hallarás auxilio si crees firmemente que “Cristo... a su tiempo murió por los impíos.” Piensa repetidas veces en esto. ¿Cómo podrás continuar con el corazón endurecido teniendo presente que, por su amor supremo, Cristo murió por el impío? Permíteme persuadirte que razones contigo mismo: “Impío como soy, aunque mi corazón de piedra no se ablande y en vano me pegue el pecho, Cristo murió por los que son como yo, ya que murió por los impíos. ¡Ay, que pueda yo creer esto y sentir su poder en mi corazón empedernido!”
Borra todo otro pensamiento de tu mente, siéntate y dedica horas para meditar profundamente en esta sola manifestación excelsa de amor sin par, inmerecida e inesperada: “Cristo... murió por los impíos”. Lee cuidadosamente la narración de la muerte del Señor en los cuatro Evangelios. Si hay algo capaz de ablandar tu corazón calloso, será la contemplación de los sufrimientos de Jesús, reflexionando en todo lo que padeció, todo esto para bien de sus enemigos.
“Crucificado en un madero, Manso cordero, mueres por mí; Por eso el alma triste llorosa Suspira ansiosa, Señor, por ti. Miro tu angustia ya terminada, Hecha la ofrenda de la expiación, Tu noble frente mustia, inclinada, Y consumada mi redención. ¡Dulces momentos, ricos en dones De paz y gracia, de vida y luz! Sólo hay consuelos y bendiciones Cerca de Cristo, junto a la cruz.”
Ciertamente la cruz es la vara milagrosa que hace brotar agua de la piedra. Si entiendes el significado total del sacrificio divino de Jesús, te arrepentirás forzosamente de haberte opuesto alguna vez a un Salvador tan lleno de amor. Escrito está: “Mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él, como quien se aflige por el primogénito.” El arrepentimiento no te hará ver a Cristo, pero el mirar a Cristo te dará arrepentimiento. No debes hacerte un Cristo producto de tu arrepentimiento, sino que debes mirar a Cristo para que te dé arrepentimiento. El Espíritu Santo, al acercarnos a Cristo, nos hace volver la espalda al pecado. Por lo tanto, vuélvete del efecto a la causa, de tu propio arrepentimiento al Señor Jesús quien fue “ensalzado para dar arrepentimiento.”
“Me atormentan pensamientos terribles”
He oído a otro decir: “Me atormentan pensamientos terribles. Vaya por donde vaya, me asaltan blasfemias. Me asaltan tentaciones malignas en medio del trabajo y aun en la cama me despiertan las inspiraciones del maligno. No me puedo librar de esta tentación espantosa.” Amigo, comprendo lo que quieres decir, porque el mismo lobo me ha perseguido a mí. Más fácil será vencer a un ejército de moscas con un sable que dominar los pensamientos capitaneados por el diablo. El alma tentada, acosada por las sugestiones satánicas es como un viajero, cuya cabeza, orejas y cuerpo entero fue atacado por un enjambre de abejas. No las pudo espantar, ni pudo huir de ellas. Lo picaron por todas partes dejándolo casi muerto.
No me sorprendo de oír que no tienes fuerzas para acabar con esos pensamientos horribles y abominables, con los cuales el diablo inunda tu alma. No obstante, quiero recordarte el texto a la vista: “Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.” Jesús sabía en qué estado nos hallábamos y en qué estado debíamos estar. Veía que no podíamos vencer al príncipe del poder del aire; sabía que nos molesta terriblemente, pero precisamente entonces, viéndonos en esa condición, Cristo murió por los impíos. Echa el ancla de tu fe sobre esto. El mismo demonio no podrá decirte que no eres impío. Cree, pues, que Cristo murió por ti. Acuérdate cómo Martín Lutero aplastó la cabeza de la serpiente con su propia espada. “¡Ah!” le dijo Satanás, “tú eres pecador.” “Cierto”, respondió Lutero, “Cristo murió para salvar a los pecadores.” Así, lo venció con su propia espada. Escóndete en este refugio y quédate en él: “Cristo... a su tiempo murió por los impíos.” Si te refugias en esta verdad, los pensamientos blasfemos que no puedes ahuyentar a causa de tu debilidad, se apartarán solos de ti, porque Satanás verá que no te vence atormentándote con ellas.
Si odias tales pensamientos, no son tuyos sino inspiraciones del diablo por los cuales él es responsable y no tú. Si luchas contra ellos, son tan poco tuyos, como las blasfemias y mentiras de los alborotadores en la calle. Por medio de esos pensamientos el demonio intenta llevarte a la desesperación, o cuando menos quiere impedir que confíes en Jesús. La pobre mujer enferma no pudo acercarse a Jesús por causa de la multitud, y tú estás en la misma condición a causa de la multitud de malos pensamientos que te oprimen. Sin embargo, ella extendió su mano y tocó el borde del vestido del Señor, y quedó sana. Haz tú los mismo.
Jesús murió por los culpables “de toda clase de pecado y blasfemia” y, por eso estoy seguro de que no rechazará a los que, sin quererlo, son cautivos de los malos pensamientos. Échate confiado sobre él, pensamientos y todo, y verás como es poderoso para salvarte. Él pondrá fin a esas inspiraciones del maligno y te hará verlas como realmente son, de modo que no te tormenten más. A su manera quiere y puede salvarte, de modo que disfrutes de perfecta paz. Solamente confía en él, tanto respecto a esto como a todo lo demás.