Pride & Humility/es
From Gospel Translations
El orgullo es la idolatría de uno mismo. La naturaleza del orgullo en competencia con Dios—el reemplazar a Dios con uno mismo—es la que ha causado que muchos pensadores cristianos consideren al orgullo como el gran pecado y el elemento fundamental de todos los pecados. En la Biblia se sugiere enérgicamente que el orgullo fue el pecado principal de Satanás. (1 Tim. 3:6), y que de ese orgullo vino toda manera de hostilidad hacia Dios y el hombre: los malos deseos, el odio, la crueldad y el engaño. De la misma manera, la caída del hombre ocurrió cuando Satanás lo persuadió de que pudiera quitarse las limitaciones humanas y ser “como Dios” (Gen. 3:5). De ese orgullo vino todo el resto de la maldad que los hombres hacen, dicen y piensan. Gran parte de esta maldad -si no toda- es motivada por el deseo de los hombres y las mujeres ya sea de servirse a sí mismos o de proteger su lugar al centro de su existencia. No es difícil entender los pecados de lujuria, codicia, ira o indiferencia hacia otros como la expresión de adoración a sí mismo. No es que una persona necesariamente niegue que Dios es inmensamente más grande que uno mismo, sino que reconocimientos de ese tipo no son suficiente para combatir la autoadmiración en el corazón.
Lo peor en el pecado de orgullo consiste en su gran deshonestidad: construir una opinión de uno mismo haciendo caso omiso de los hechos. El orgullo, como lo presentó Aquinas, es una ofensa contra la razón. O, como dijera la Madre Teresa alguna vez, “Siempre me alegra que mis difamadores dijeran una mentira trivial sobre mí en lugar de toda la terrible verdad." El testimonio de las eras cristianas es que los hombres y las mujeres más santas son indudablemente los más conscientes de la humillación que sufrirían si alguna vez otros descubrieran la enormidad de su fracaso moral.
Samuel Rutherford hablaba a un gran grupo de cristianos cuando escribió, “la desesperación casi podría ser disculpada si todos en la tierra vieran mi vida interior.” ¡Y William Law dijo que preferiría ser ahorcado y que su cuerpo fuera echado al pantano antes que permitir que alguien mire dentro de su corazón! Es la arrogancia más monumental del hombre imaginar que una colección de deseos egoístas e indignos, como sí mismo, pertenece al centro hasta de su propia vida. La naturaleza maliciosa del orgullo es tal que los hombres y las mujeres rara vez aprecian cuán orgullosos/as son; y el índice del poder del orgullo sobre el corazón es que aún los movimientos más puros del alma cristiana son profundamente afectados por éste. En efecto, es posible para uno estar orgulloso de sus propias confesiones de pecado y de su falta de mérito, o felicitarse en privado por su "quebrantamiento." Como bien sabe cualquier persona que ha luchado contra el orgullo, uno de los efectos más siniestros de éste es que nos adormece el sentimiento de aprecio por la bondad y la misericordia de Dios.
Claro que un cristiano nunca diría que merece la salvación; hasta quizá nunca pensaría en ella. Pero la dificultad que tiene cada cristiano en estar y permancer sinceramente asombrado y quebrantado por la gracia de Dios en su vida es suficiente evidencia del orgullo que todavía llena su corazón. Tenemos tan buena opinión de nosotros mismos que es muy difícil pensar que Dios no la tiene también.
Es el poder y la prevalencia del orgullo como el pecado principal del corazón humano que explica el enfoque en los asuntos de autonegación y humildad en la enseñanza bíblica de la vida cristiana, lo que llama Charles Simeon “madurarse hacia abajo.” No es demasiado decir, como lo dijo Augustín (Cartas, 118), que la humildad es la parte primera, segunda y tercera de la piedad. Dijo que si la humildad no precediera, acompañara, y siguiera cada acción que hagamos, no sería un buen trabajo. Pablo dijo que es en vivir para Dios y para los otros en vez de nuestros mismos—la definición más simple de la humildad en la Biblia--que somos más como Jesucristo (Fil. 2:3-4). Si alguien tan digno de la adoración de todos pudiera dedicarse a las vidas de otras personas, ¿cuánto más debemos nosotros, los pecadores salvados por la gracia, alegremente vivir las vidas de servidores? Y nuestras vidas no pueden ser respuestas adecuadas a la gracia de Dios si no vivimos en comportamiento y corazón como los que saben muy bien que no tenemos nada que no recibimos (1 Cor. 4:7).
Pero matar el orgullo es un trabajo del tipo más difícil de toda la vida. No recibimos ayuda de nuestra cultura. El asunto del orgullo es de poco interés a las industrias de autoayuda y psicología moderna, y felicitarse a sí mismo ha llegado a ser una modalidad artística en la época del "baile de touchdown." Hoy día, es probable que se piensa en la baja autoestima como problema mucho más serio que el orgullo. Pero siempre han sabido los devotos que la bondad verdadera requiere que se mate el orgullo, y aprendieron en su momento que no había una manera suave en que hacerlo. Tenían que picarlo hasta que muriera. Un buen hombre tras otro se ha ordenado en estas o palabras similares: “No hablar de mí mismo”; “Desear ser desconocido”; y “Señor, Líbrame del deseo de justificarme.”
Una vez que llegó a ser un figura celebrado y el objeto de adulación constante, se dice que Francis de Assisi nombró a otro monje para recordarle de sus fracasos y de lo poco que merecía los elogios que recibía. Hay otras razones para confesarnos nuestro pecados constantemente, pero la mortificación de nuestro orgullo es lo más importante. Es trabajo difícil, pero el altruismo de los que son sinceramente humildes es una de las cosas más hermosas en el mundo y uno de los honores más grandes que podemos pagar a nuestro Salvador.