This Great Salvation/The Holiness of God/es
From Gospel Translations
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Yo no había comenzado así. En el momento de mi conversión tres años antes, me había maravillado del poder de Dios para cambiar mi vida. Las reuniones llenas de su presencia y las respuestas extraordinarias a la oración me habían convencido de la realidad del Espíritu Santo y del amor de Jesucristo. ¿Quién más podía haber vencido tan totalmente la depresión y la desesperanza que me consumían? Pero a medida que la intensidad de esos primeros meses se apaciguó gradualmente a una fe más consistente, algo más se había infiltrado. La majestuosa grandeza de Dios estaba siendo corroída por una creciente familiaridad. Ya era hora de volver a considerar la santidad de Dios.
Santidad. La palabra en sí evoca imágenes de monjes malhumorados en monasterios descoloridos que comen alimentos insípidos y llevan una vida sin gozo. O quizás caras largas, vestidos largos y listas largas de “cosas que no se deben hacer”. Pero ¿qué de la hermosura? ¿Nos hace pensar la palabra santidad en la hermosura? Quizás no. Sin embargo la hermosura es una cualidad frecuentemente asociada con la santidad de Dios. En los Salmos se nos exhorta a adorar al Señor “en la hermosura de la santidad” (Sal. 29:2; 96:9 RV). Se dice que la santidad hace resaltar la apariencia del templo de Dios para siempre: “Dignos de confianza son, Señor, tus estatutos; ¡la santidad es para siempre el adorno de tu casa!” (Sal. 93:5).
A pesar de la consideración clara y positiva que tiene la Biblia hacia la santidad, la mayoría de nosotros la igualamos con la pesadez. Con sólo oír esa palabra nuestra mente se mueve hacia lo que percibimos que son nuestras responsabilidades como cristianos. Pero cualquier entendimiento correcto de lo que es la santidad debe trazarse hasta la fuente de toda santidad–a Dios mismo. Y cuando contemplamos la santidad de Dios, no estamos tratando con la responsabilidad humana sino con el atributo de Dios más atractivo e impresionante.
El teólogo Stephen Charnock señala que entre las varias cualidades de Dios, hay algunas que preferimos por la bendición que recibimos inmediatamente de ellas. Por ejemplo, preferimos cantar de la misericordia del Señor antes que pensar en su justicia y su ira. Nos inclinamos más a meditar en un Salvador amoroso que a considerar a un Dios celoso. Pero hay ciertos atributos divinos en los que Dios mismo se deleita porque expresan tan perfectamente su excelencia. La santidad es uno de esos atributos.[1] Esos seres celestiales misteriosos, los serafines y los cuatro seres vivientes, saben que la santidad de Dios debe ser enfatizada. Piensa en ellos. Ellos moran en su presencia y tienen una vista sin obstrucción de la realidad (mientras que nosotros vemos oscuramente como por un espejo). Si alguien sabía algo, eran ellos. Así que, una y otra vez, día y noche, jamás cesan de clamar, “Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso” (Is 6:3, Ap. 4:8).
Holiness differs from God’s other perfections in that it spreads itself throughout all the other attributes. Thus his love is a holy love, his justice a holy justice, and so forth. If God’s attributes could be thought of as the various facets of a diamond, then holiness would be the combined brightness of those facets shining out in radiant glory.
Contents |
Supersticiones Religiosas
Las Escrituras tienen mucho que decir sobre la santidad. El primer libro de la Biblia, Génesis, hace un bosquejo de la caída del hombre. Luego Exodo, con el cordero pascual como su imagen central, muestra su recuperación. Después viene el libro de Levítico. Ah, Levítico–ese libro en el que tantos aspirantes estudiosos de la Biblia se han atascado en su intento anual de leer toda la Biblia. Sin embargo este libro es crucial para nuestra comprensión de lo que es la santidad. Levítico también emite una luz importante sobre el sacrificio expiatorio de nuestro Señor Jesucristo.
En el libro de Levítico, Dios enseña al hombre cómo acercarse a El en adoración. El libro se concentra principalmente en los diferentes sacrificios que Dios exigía para que su pueblo pudiera estar bien ante El, y luego las diferentes celebraciones que Dios ordenó para que pudieran permanecer bien ante El.[3] 2 Tan confuso e irrelevante como nos parezca a nosotros hoy este elaborado sistema de sacrificios, Dios lo instituyó para instruir a su pueblo sobre la profunda verdad de que él es santo.
La palabra santidad implica una separación de todo lo que es impuro.[4] Dios es diferente de nosotros. El no es como nosotros. Aunque esto parezca elemental, es necesario declararlo debido a las nociones actuales de la “Nueva Era” sobre los poderes que habitan en nosotros y una supuesta inherente divinidad de la humanidad.
En las Escrituras, las cosas ordinarias que Dios toca se hacen extraordinarias. Por ejemplo, por ser un lugar de revelación divina, el área alrededor de la zarza que ardía fue designada como tierra santa y fue adecuado que Moisés se quitara las sandalias en reverencia a Dios. O considera los utensilios que se usaban en el servicio del tabernáculo y del templo. Tampoco eran ordinarios. Eran santos. También lo eran las asambleas santas, los altares santos, el aceite del ungimiento santo, y los días santos.
¿Qué los hacía santos? Un Dios santo. Dios eligió cosas comunes y las hizo especiales al separarlas para propósitos santos, específicamente para comunicar a su pueblo el hecho de que el es santo.
Desafortunadamente, muchas personas no ven este punto y terminan en la superstición religiosa. Una vez recibí una llamada tarde por la noche de una anciana pidiéndome que me reuniera con ella para orar. Ella insistió que no podía esperar y que debíamos encontrarnos en “la casa de Dios”. Yo le sugerí que, considerando la hora, un lugar público sería más apropiado que el edificio vacío de la iglesia, pero ella siguió insistiendo en que nos reuniéramos en “la casa de Dios”. Esta estimada señora había caído en el error de atribuir a un lugar cierta cualidad especial que sólo pertenece a Dios. Ella no se daba cuenta de que en esta era del Nuevo Testamento ningún lugar es santo en sí–ni siquiera la “Tierra Santa”.
El profeta Jeremías, consciente de una actitud similar en su pueblo, escribió: “No confíen en esas palabras engañosas que repiten: ‘¡Éste es el templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor!’” (Jer. 7:4). A pesar de su reverencia hacia la estructura física del templo, los israelitas que seguían repitiendo “El templo del Señor” lamentablemente tenían el corazón muy lejos del Señor del templo.
• Números 21:6-9; 2 Reyes 18:1-4
• Lucas 13:10-16
• Marcos 13:1-2; Mateo 26:59-62; Mateo 12:3-6Yo veo que sucede lo mismo cuando las parejas que no son salvas y no tienen ningún interés en seguir a Jesucristo, consideran absolutamente esencial casarse en una iglesia. ¿Qué más puede ser esto sino una superstición de que de alguna manera su matrimonio será bendecido si tiene lugar en un edificio “santo”? El dar indebido énfasis a los edificios o a las ceremonias o a los artefactos religiosos no hace nada para rendir honor y respeto a Dios.
Dios, en las Escrituras, sí apartó ciertas cosas para uso especial, pero tenía un propósito en hacerlo–enseñarnos que él es santo y que se le debe tener respeto. Así que, por esta razón usar cosas santas de una manera profana o común era ofensivo a Dios.
El quinto capítulo de Daniel cuenta la conocida historia de la escritura en la pared, cuando Dios inscribió su juicio divino contra el rey de Babilonia. ¿Qué provocó su ira? Belsasar había profanado lo que Dios había declarado santo, como cuenta Daniel: “Le llevaron las copas, y en ellas bebieron el rey y sus nobles, junto con sus esposas y concubinas. Ya borrachos, se deshacían en alabanzas a los dioses de oro, plata, bronce, hierro, madera y piedra” (Dn. 5:3-4).
Cuando Daniel fue llamado para descifrar la misteriosa escritura, tomó la oportunidad para reprender rotundamente al rey. Sus palabras finales resumen el pecado de Belsasar: “No ha honrado al Dios en cuyas manos se hallan la vida y las acciones de Su Majestad” (Dn. 5:23).
La falta de Belsasar al no honrar las cosas de Dios equivalía a la falta de no dar honra a Dios; su blasfemia le costó la vida. Incidentes como este se encuentran por toda la Biblia para advertir sobre lo que puede suceder cuando alguien decide tener en poco las cosas de Dios. Ya sea inmediatamente o al final de los tiempos, el juicio por los pecados contra la santidad de Dios será llevado a cabo.
El “Factor de la Desintegración”
Dios es muy diferente a nosotros. Aunque fuimos creados a su imagen, sus pensamientos y sus caminos sobrepasan de tal manera a los nuestros que Isaías los compara a la distancia entre los cielos y la tierra (Is. 55:8-9). Esto no podría estar más claro que cuando se refiere a su excelencia moral. Como lo expresó el profeta Habacuc: “Son tan puros tus ojos que no puedes ver el mal; no te es posible contemplar el sufrimiento” (Hab. 1:13).
La pureza absoluta de Dios va más allá de la simple ausencia del pecado. Es una expresión positiva de su bondad, no sólo de la ausencia del pecado. Todos hemos conocido a personas cuyo carácter resplandece mucho más que el nuestro hasta el punto de hacernos sentir pequeños y manchados a comparación. Tengo un amigo que, antes de afeitarse la barba parecía una combinación de Abraham Lincoln y Jesús (al menos como lo representan en las ilustraciones contemporáneas). Su parecido no es sólo en la apariencia física. Su bondad y su sabiduría apacible son verdaderamente excepcionales. Aunque lo angustiaría saber esto, estar cerca de él me hace pensar en mi propio egoísmo. Si las comparaciones humanas pueden hacernos sentir tan bajos, ¡imagínate la incomodidad que sentiríamos ante la presencia de un Dios santo!
Esto es exactamente lo que le sucedió a Pedro. Jesús asombró a Pedro un día cuando le dio una pesca milagrosa. Pero en vez de regocijarse por la gran pesca, todo lo que Pedro pudo ver fue su propia pecaminosidad. Al estar frente a la santidad de Jesús, Pedro se vio a sí mismo como en realidad era, y esa realidad era devastadora. “Simón Pedro cayó de rodillas delante de Jesús y le dijo: ¡Apártate de mí, Señor; soy un pecador!” (Lc. 5:8).
No pasó mucho tiempo antes de que Pedro perdiera vista de la santidad del Señor, como vemos cuatro capítulos después en el monte de la transfiguración. Este sublime incidente reveló la visita de dos de las personas más renombradas del pasado de Israel, Moisés y Elías. Además de eso, un Jesús transfigurado resplandeció como relámpago. Sin embargo Pedro, en vez de caer postrado ante el Señor como lo había hecho anteriormente, parecía indiferente a lo que estaba sucediendo.
Se puso hablador y sugirió que quizás podían construir albergues temporales para todos. Fue entonces que Dios el Padre personalmente intervino. “[Pedro] Estaba hablando todavía cuando apareció una nube que los envolvió, de modo que se asustaron. Entonces salió de la nube una voz que dijo: ‘Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo’” (Lc. 9:34-35). Esto parece haber tenido un efecto en Pedro y los otros que los puso sobrios, pues como indica Mateo: “Al oír esto, los discípulos se postraron sobre su rostro, aterrorizados” (Mt. 17:6).
El profeta Isaías tuvo una experiencia dramática que lo marcó para siempre. Tuvo una visión del “Señor excelso y sublime, sentado en un trono; las orlas de su manto llenaban el templo” (Is. 6:1). En esta visión, seres angelicales declaraban la asombrosa santidad de Dios. “Al sonido de sus voces, se estremecieron los umbrales de las puertas y el templo se llenó de humo” (v. 4). Totalmente deshecho por la maravillosa demostración, Isaías respondió de la única forma apropiada: “¡Ay de mí, que estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios blasfemos, ¡y no obstante mis ojos han visto al Rey, al Señor Todopoderoso!” (v. 5).
Algunos han llamado la experiencia de Isaías el “factor de la desintegración”. R.C. Sproul escribe: “Por primera vez en su vida Isaías comprendió de verdad quién era Dios. Al mismo instante, por primera vez Isaías comprendió de verdad quién era Isaías”.[7] Si la palabra “íntegro” quiere decir entero, desintegración quiere decir ser dividido en partes. La mayoría de nosotros estamos tratando de “ordenar” nuestras vidas. Y aunque nos estemos desmoronando, por lo menos podríamos parecer estar “enteros”. Entonces, es muy inquietante estar en la presencia de Dios y deshacerse por completo al descubrir la profundidad de nuestra propia pecaminosidad.
Cómo Acercarnos a un Dios Santo
The awareness of one’s sinfulness initially produces an aversion to God. In almost every biblical account of angelic visitations, the individuals fall down in abject fear.How much more those who see God in his awesome holiness? The Israelites who stood before Mount Sinai as it quaked with the holy presence of God begged Moses to be their intermediary, their go-between. Moses reminds them of this:
- When you heard the voice out of the darkness, while the mountain was ablaze with fire, all the leading men of your tribes and your elders came to me. And you said, “The Lord our God has shown us his glory and his majesty, and we have heard his voice from the fire. Today we have seen that a man can live even if God speaks with him. But now, why should we die? This great fire will consume us, and we will die if we hear the voice of the Lord our God any longer. For what mortal man has ever heard the voice of the living God speaking out of fire, as we have, and survived? Go near and listen to all that the Lord our God says. Then tell us whatever the Lord our God tells you. We will listen and obey” (Dt 5:23-27).
I once heard John Wimber refer to people who do not want a relationship with God because they consider it too dangerous. They would prefer a relationship with Christianity or with the church. While this is undoubtedly the case with some, a true Christian has the desire to be holy. He knows that only the pure in heart shall see God (Mt 5:8), and he longs for that purity that will enable him to behold his Lord. For the maturing Christian, an awareness of God’s holiness reassures him of God’s love. He realizes that in spite of God’s holiness and his own sinfulness, the Lord is long-suffering toward him. He deserves judgment but instead receives mercies which are new every morning.
We may consider our attempts to live the Christian life to be feeble indeed, but if we have a desire for holiness we can take heart. God is the One who put that desire there and he is certain to bring it to pass. But how? How will we fulfill God’s seemingly impossible command, “Be holy, because I am holy” (1Pe 1:16)? How can we approach “the blessed and only Ruler, the King of kings and Lord of lords, who alone is immortal and who lives in unapproachable light, whom no one has seen or can see” (1Ti 6:15-16, emphasis added)?
We must approach with reverence, as is strikingly displayed through the ministry of the Old Testament priest. In order for the priest to approach God, there were closely prescribed regulations. One could not go into the Holy of Holies anytime he wished. The high priest entered the most holy place just one day each year on the Day of Atonement. He first had to offer a sacrifice for himself, the blood serving as a reminder to him of his sinfulness and God’s holiness. Then he had to dress in special garments. On the hem of his robe were alternating pomegranates and bells which would jingle to give evidence that he was still alive, that he had not been slain by the holiness of God. According to tradition, a length of rope was tied to the priest so that if he died in God’s presence the other priests could pull him out without having to go in themselves.
These elaborate precautions were a clear warning: Don’t trifle with the holiness of God. Aaron’s sons Nadab and Abihu learned that lesson the hard way. When these priests tried a new way of burning incense before the Lord, “fire came out from the presence of the Lord and consumed them, and they died before the Lord” (Lev 10:2). (Needless to say, it was the last time they did anything novel.) In the soberness of that moment, Moses reminded Aaron of the Lord’s words: “Among those who approach me I will show myself holy; in the sight of all the people I will be honored” (Lev 10:4). No passage better reflects the Old Testament’s central revelation, as summed up by Solomon: “The fear of the Lord is the beginning of knowledge” (Pr 1:7).
Reverence is essential, but we would never get anywhere near the holy presence of God if it weren’t for our mediator, Christ Jesus himself. A mediator is one who bridges the gap between two opposing parties. Our sin has alienated and angered God. Yet it hasn’t stopped him from loving us. His holiness in no way implies a reluctance on initiative in sending his Son to put away our sins so that in Christ we might come into his presence and enjoy him forever. As Paul explained to the Corinthians, “God was reconciling the world to himself in Christ” (2Co 5:19). Jesus Christ, as our mediator, suffered the penalty for our disobedience in order to make reconciliation possible. But salvation was the collective desire and cooperative effort of the Father, Son, and Holy Spirit.
Let me offer one final insight from the Old Testament priesthood. It was the priest’s responsibility to mediate between God and the people. On each shoulder of the high priest’s garment was an onyx stone engraved with the names of six tribes of the nation of Israel. On the breastpiece of his robe were twelve different gemstones, one for each of the twelve tribes. As he entered the Holy of Holies, the priest symbolically bore the people of God on his shoulders and on his heart. In New Testament times, of course, Jesus is our High Priest. So great is his love for us that he also carries us on his shoulders, bearing our burdens, and as our compassionate friend, keeps us close to his heart.
Knowing Jesus as our mediator enables us to see God not just as a consuming fire but as a Father to whom we have been reconciled.[12] We ought to apply ourselves to know and appreciate this vital ministry of our Lord Jesus. Comprehending the significance of his priesthood will provoke sincere gratitude and a greater awareness of all that God has done for us.
One of the most astounding promises in all of Scripture is the assurance that we will share in the holiness of God: “Our fathers disciplined us for a little while as they thought best; but God disciplines us for our good, that we may share in his holiness” (Heb 12:10).
When we give serious consideration to our Lord’s holiness it seems unbelievable that we could experience some measure of it. But that’s what this passage from Hebrews clearly states. As surely as God disciplines his children (and the passage leaves no doubt about that), we will enjoy a portion of his holiness.
is the re-integration of our character, the rebuilding of a ruin. It is skilled labor, a long-term project, demanding everything God has given us for life and
godliness.[13]" - Sinclair FergusonThat this promise involves discipline should not put us off. Discipline is God’s proven method of perfecting his children, and his kind of discipline requires our active participation. This twelfth chapter of Hebrews calls for vigorous effort on our part. Notice the language of exertion the writer employs: “Throw off everything that hinders and the sin that so easily entangles” (v.1)…“run with perseverance the race marked out for us” (v.1)…“In your struggle against sin” (v.4)… “endure hardship” (v.7)… “strengthen your feeble arms and weak knees” (v.12)… “Make every effort to live in peace with all men and to be holy; without holiness no one will see the Lord” (v.14, emphasis added). Our Father’s discipline may be temporarily painful, but it outfits us for spending eternity with a holy God.
- Bible study
- Prayer
- Confession/Accountability
- Worship
- Fasting
Jacob was a man who certainly went through his share of difficulties, many of them self-inflicted. But at the end of his life he was no longer Jacob. His name was Israel. Along the way there had come a name change and a change in character as well. He walked with a limp, leaned on his staff, and worshiped God as the Holy One (Heb 1:21).
Jeremiah said, “It is of the Lord’s mercies that we are not consumed” (La 3:22 KJV). We deserve no better treatment than what Nadab and Abihu received. But far from being consumed, we find ourselves the objects of divine love.
Perhaps nowhere is this more clearly illustrated than in the circumstances surrounding the conversion of Saul of Tarsus. He was a zealous persecutor of the early church, responsible for the deaths of many men and women who were followers of Jesus Christ. While Saul was on an official journey to Damascus to ferret out and punish Christians, the Lord himself dramatically intervened and put a stop to his activities. In recounting the incident to King Agrippa years later, Paul said:
- “About noon, O king, as I was on the road, I saw a light from heaven, brighter than the sun, blazing around me and my companions. We all fell to the ground, and I heard a voice saying to me in Aramaic, ‘Saul, Saul, why do you persecute me? It is hard for you to kick against the goads.’ Then I asked, ‘Who are you, Lord?’ ‘I am Jesus, whom you are persecuting,’ the Lord replied. ‘Now get up and stand on your feet. I have appeared to you to appoint you as a servant and as a witness of what you have seen of me and what I will show you’” (Ac 26:13-16).
Read how Aaron led the Israelites in idolatry while Moses was meeting with God (Ex 32:1-10, 19-28). Contrast that with God’s eventual consecration of Aaron as high priest (Ex 39:27-31, 40:12-16). Did Aaron get what he deserved?
It’s fascinating that Saul emerged from this encounter alive. God would have been completely justified in destroying him right there on the Damascus road. But instead of receiving justice at the hands of the holy One he was persecuting, Saul experienced the Lord’s great love and acceptance. He even received a commission to serve as ambassador for the One he had so vehemently opposed. What amazing grace!
God’s holiness does indeed set him apart from us, as far as the heavens are above the earth. But thank God, it has not prevented him from reaching down and turning Jacobs into Israels and Sauls into Pauls. Our names may never change, but our internal transformation is guaranteed as we encounter the holiness of God.
Group Discussion
- How would you define blasphemy? Give examples of how Christians as well as non-Christians blaspheme God.
- According to the author, why did God consecrate so many things as holy in the Old Testament?
- Of all the disciples, John was most intimate with Jesus. In light of that, what is significant about John’s reaction to his vision of Jesus in Revelation 1:10-17?
- Has God’s holiness caused you personally to experience the “disintegration factor”? (Page 29)
- Which of God’s attributes do you find most attractive? Most intimidating?
- What types of behavior might indicate that a Christian has become overly familiar with God?
- Do you think it’s fair for God to execute someone?
- Which spiritual discipline did you pick in Question 4 on this page? How could you develop that discipline?
- What level of holiness can we expect in this life?
- Did this chapter’s discussion of holiness make you scared of God or secure in him?
Recommended Reading
Holiness by J.C. Ryle (Hertfordshire, England: Evangelical Press, 1979. Originally published in 1879.)
The Holiness of God by R.C. Sproul (Wheaton, IL: Tyndale House Publishers, 1985)
The Knowledge of the Holy by A.W. Tozer (Camp Hill, PA: Christian Publications, Inc., 1978)
Notes
- ↑ Stephen Charnock, The Existence and Attributes of God, Vol. II (Grand Rapids, MI: Baker Book House, 1979 reprint), p. 112.
- ↑ T.C. Hammond, In Understanding Be Men (London, England: InterVarsity Fellowship, 1938).
- ↑ Henrietta Mears, What the Bible Is All About (Ventura, CA: Regal Books, 1983), p. 51.
- ↑ Ibid., p. 58.
- ↑ J.I. Packer, Knowing God (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1973), p. 79.
- ↑ R.C. Sproul, The Holiness of God (Wheaton, IL: Tyndale House Publishers, 1985), p. 164.
- ↑ Ibid., pp. 45–46.
- ↑ C.S. Lewis, Mere Christianity (New York: Macmillan Publishing Co., Inc., 1943), p. 38.
- ↑ C.S. Lewis, The Voyage of the “Dawn Treader” (New York: Macmillan Publishing Co., Inc., 1952), p. 138.
- ↑ Jonathan Edwards, “Sinners In the Hands of An Angry God.”
- ↑ Sinclair Ferguson, A Heart for God (Colorado Springs, CO: NavPress, 1985), p. 130.
- ↑ J.C. Ryle, Expository Thoughts on the Gospels: Luke (Hertfordshire, England: Evangelical Press, 1879, 1985), p. 71.
- ↑ Sinclair Ferguson, A Heart for God, p. 129.