The Blood of the Lamb/es

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Current revision as of 18:55, 19 June 2009

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“Sin derramamiento de sangre no hay perdón de los pecados”, dice la epístola a los Hebreos (9:22). La mayor parte de esta epístola trata de cómo Cristo cumplió las esperanzas y aspiraciones del Antiguo Testamento, especialmente en relación al sistema expiatorio de la Antigua Israel. Pero para los lectores modernos que nunca han visto un sacrificio y no piensan en las categorías del Antiguo Testamento, esto es como saltar a la comba: ¿Qué tiene que ver la matanza de animales con el perdón de los pecados?

Se explica extensamente en el libro Levítico, que empieza con una larga sección que ilustra cómo ofrecer diferentes clases de sacrificio y lo que cada uno consigue (cap.1 –7). Sin embargo, debemos empezar por algo mucho anterior a esto para entender el Levítico y su noción básica del sacrificio.

Génesis 18 cuenta cómo Abraham fue visitado un día por tres hombres. No tenía ni idea de quienes eran, pero como era un hombre muy hospitalario, Abraham organizó un banquete espléndido para ellos. Su mujer Sara horneó una pila de pan fresco, mientras que él ofreció un joven ternero, al que sus sirvientes mataron y cocinaron para los visitantes. No se nos dice que les diera vino pero, siendo sin duda alguna un importante elemento, también se les serviría a los importantes invitados. Más tarde Abraham descubriría quienes eran sus visitantes — ¡el Señor y dos ángeles!

Aunque este episodio no está considerado como un sacrificio, sin duda nos da una pista de la dinámica básica del sacrificio. En un sacrificio, Dios es el invitado más importante: Se honra su presencia ofreciéndole estos artículos — carne, pan y vino— que se servían únicamente en ocasiones especiales. Comer carne era un lujo raro en los tiempos del Antiguo Testamento, y sin duda el vino también se reservaba para las grandes ocasiones.

Los antiguos vecinos de Israel veían el sacrificio como un banquete para los dioses, pero el Antiguo Testamento rechaza esta idea con indignación. Es Dios el que proporciona alimento al hombre (Gen. 1:29), y no al revés. Salmo 20:10, 12 lo expresa bien:
Cada bestia del bosque es mía,
el ganado de mil colinas...
Si tuviera hambre, no te lo diría,
pues el mundo y su riqueza me pertenecen.

¿Entonces qué sentido tenían los inmensos banquetes delante del tabernáculo y más tarde en las límites del templo? Los primeros sacrificios que aparecen en la Biblia son ofrecidos por Caín y Abel. Éstos se mencionan justo después de la expulsión de Adán y Eva del jardín del Edén, donde habían disfrutado paseando con Dios a la fresca. Excluidos del jardín, fueron privados de esta privilegio de intimidad con Dios. Así que uno de los motivos para el sacrificio sugerido por esta historia es que el sacrificio permite al hombre renovar la comunión con Dios.

Pero éste se debe ofrecer con la actitud adecuada. Caín ofreció sólo algunas de las frutas del suelo, mientras que Abel "trajo las piezas más tiernas de su rebaño y sus porciones de grasa" (Gen. 4:4), es decir, los mejores pedazos de sus animales más valiosos. Dios aceptó esto último aunque no así lo primero. Aquí nos percatamos de una de las características más importantes del sacrificio: los animales deben ser jóvenes y sanos, no decrépitos y viejos. El cordero de Pascua debía ser impecable y de sólo un año. Repetidamente, las leyes del sacrificio del Levítico insisten en que los animales implicados no deben tener “ninguna mancha”. La historia de Caín y Abel muestra lo que ocurrirá si se ignora esto: “no serán aceptados” (Lev. 22:25; ver también 19:7; 22:20).

Después de la caída, el mundo fue tragado por una avalancha de pecado, especialmente asesinatos y violencia. Dios se queja de que el pecado es inherente en el hombre: "toda la intención de los pensamientos de su corazón estaban continuamente llenos de maldad" (Gen. 6:5). “La tierra estaba corrompida a ojos de Dios, y la tierra estaba llena de violencia” (6:11). Así que Dios envió el diluvio para aniquilar la humanidad pecadora y empezar de nuevo con Noé, el único hombre "de su generación que era piadoso y sin pecado" (6:9).

Cuando más tarde Noé salió del arca, su primer acto fue construir un altar y ofrecer un sacrificio. Uno podría suponer que éste era un mero acto de agradecimiento por salvarse de la destrucción misma, pero el texto indica que consiguió mucho más. “Cuando el SEÑOR olió el agradable aroma, el SEÑOR dijo de corazón, ‘Nunca más maldeciré a la tierra a causa del hombre, pues la intención del corazón del hombre es malvada desde su juventud’" (8:21). En otras palabras, aunque el carácter malvado del hombre no ha cambiado (ver 6:9), la actitud de Dios hacia el pecado humano sí lo ha hecho: Él nunca más castigará al mundo con un diluvio. ¿Por qué? Por el agradable aroma del sacrificio ofrecido por Noé (8:21). El sacrificio, según Génesis 8, enfría por tanto la ira de Dios hacia el pecado humano. Que los sacrificios de animales producen un aroma agradable para Dios es un refrán frecuente en el Levítico 1–7.

¿Pero por qué el sacrificio animal es tan efectivo para aplacar la ira de Dios? El relato de la ofrenda de Isaac por parte de Abraham nos da una pista del porqué. Génesis 22 cuenta cómo Dios probó a Abraham pidiéndole que sacrificara su posesión más preciada, a saber, su único hijo Isaac. Abraham no sabía que esto era una prueba — para él era mortalmente serio. Así que en el último minuto, justo cuando Abraham estaba a punto de cortar la garganta a Isaac, el ángel del SEÑOR le ordenó que parase: "pues ahora sé que temes a Dios" (22:12). Entonces Abraham miró hacia arriba, vio un carnero, y se lo ofreció en lugar de Isaac.

Esta historia muestra que si uno está dispuesto a obedecer a Dios totalmente, Dios aceptará un animal en lugar del devoto. Isaac era el futuro de Abraham, y Abraham estaba dispuesto a ofrecerlo a Dios, aún así Dios se contentó con un carnero. Aquí se nos ilustra la idea de la expiación substitutiva. Todavía aparece más claro en las leyes del Levítico, donde una característica esencial de cada sacrificio es colocar la mano del devoto en la cabeza del animal. Esta acción declara que el animal está tomando el lugar del devoto. El devoto se está ofreciendo totalmente a Dios identificándose con el animal: el animal muere en lugar del creyente.

En Levítico 1–7, se discuten cuatro clases diferentes de sacrificio animal. El énfasis de estos capítulos se sitúa en cómo llevar a cabo distintos tipos de sacrificio. Ahora nos debemos centrar en las características que distinguen un tipo de sacrificio de otro. La ofrenda de la cremación (Lev. 1) era única en el sentido de que era el único sacrificio en el que el animal entero era cremado en el altar. Aquí se representa la total consagración del devoto al servicio de Dios. Al mismo tiempo, es una expiación (Lev. 1:4) para el creyente. En lugar de “llevar a cabo una expiación” sería más exacto decir “pagar un rescate”, una frase utilizada en otros lugares en el Derecho, según el cual un ofensor que podría enfrentarse a la pena de muerte era liberado con el pago de los daños (por ejemplo, Ex. 21:30).

La ofrenda de paz (Lev. 3) era probablemente el más popular de los sacrificios del Antiguo Testamento, ya que era el único en el que el devoto que donaba el animal recibía una porción de carne (habitualmente, sólo los sacerdotes comían la carne sacrificada). La ofrenda de paz podía ser ofrecida espontáneamente como un acto de agradecimiento a Dios, pero también podía ser ofrecida cuando hacías una promesa, pidiendo a Dios que hiciera algo por ti, o cuando esa plegaria era respondida.

La ofrenda del pecado (Lev. 4) era peculiar en el sentido en que parte de la sangre del animal era esparcida en el altar o salpicada dentro del tabernáculo o el templo. Esta sangre limpiaba de pecado el interior del tabernáculo. El pecado no sólo lo hace a uno culpable delante de Dios o Le hace enfadar, también convierte a los lugares y las personas en impuros y por lo tanto indignos para que Dios more en ellos. Al manchar el altar de sangre o salpicarla en el interior del templo, estos objetos eran purificados de contaminación. Al mismo tiempo, al pecador que había causado la contaminación por sus fechorías se le perdonaban sus pecados y se purificaba su contaminación. La purificación hacía posible que Dios volviera a entrar el templo y viviera dentro del creyente.

Finalmente, estaba la ofrenda de la culpa (Lev. 5:14–6:7), que expresaba la idea de que ciertos actos nos ponen en deuda con Dios. Estos pecados sólo pueden ser expiados con el sacrificio de un costoso carnero. Aunque se discute brevemente en Levítico, el sacrificio es de vital importancia en Isaías 53, donde al sirviente sufridor se le llama la ofrenda de la culpa (v. 10; ver la ESV, “ofrenda por el pecado”), que sufre por nuestras transgresiones (vv. 5–6). Como este capítulo describe de forma más completa el papel expiatorio de Cristo, es esencial para la comprensión de la muerte de Cristo en el Nuevo Testamento.

En general, la imaginería del sacrificio impregna la interpretación de la cruz en el Nuevo Testamento. Cuando Juan Bautista dijo “He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29), probablemente veía a Cristo como el cordero perfecto de Pascua, una imagen que también utiliza Pablo cuando habla de “Cristo, nuestro cordero de Pascua” (1 Cor. 5:7). También es visto como el sacrificio supremo de la cremación, una idea a la que se alude en pasajes tan conocidos como Juan 3:15 y Romanos 8:32: “Aquél que no perdonó a su propio hijo y en su lugar nos lo ofreció a todos nosotros." Marcos 10:45 describe el Hijo del Hombre como el sirviente por excelencia, que ofreció “su vida como rescate por otras”. 1 Juan 1:7 retoma la imaginería de la ofrenda del pecado cuando dice que “la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado." Para la epístola a los Hebreos Jesús es el Sumo Sacerdote supremo, que a través de Su muerte logra todos los objetivos a los que apuntaba el sistema expiatorio del Antiguo Testamento (ver Heb. . 9:1–14).

Por último, deberíamos observar que la muerte de Jesús no agota el significado del sistema expiatorio para el cristiano. También se espera de nosotros que sigamos los pasos de Jesús y compartamos Su sufrimiento (1 Pedro 2:21–24). Así que a nosotros también se nos anima a que “presentemos nuestros cuerpos como un sacrificio viviente” (Rom. 12:1). Pablo, presintiendo su propia muerte, lo compara con ser “vertido como una ofrenda líquida," es decir, como el vino que se vertía en el altar con todo sacrificio animal (ver también Fil. 2:17; 2 Tim. 4:6). En este sentido las antiguas formas de devoción hoy nos deberían inspirar nuestra consagración.

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